MI PRIMER VIAJE AL ROCÍO

A mi buen amigo Joaquín D. Rogueta, con una intención particular.

Hace ya muchos años… Era Arcipreste de Huelva el famoso que hizo célebre este cargo… Pero antes es conveniente decir, para que los que no viven en nuestra región se hagan cargo, que la Santísima Virgen del Rocío tiene su ermita en la marisma del Guadalquivir, a tres leguas de Almonte. Por Pentecostés es su fiesta, y acuden entonces muchos pueblos de las provincias de Huelva, Sevilla y Cádiz, con Hermandades organizadas con estandartes lujosos e históricos, con carretas compuestas muy vistosas, con jinetes muy andaluces, y todos esos pueblos y Hermandades llevan al Rocío un mar de alegría, de baile y de buen humor, y mucha fe y mucho amor a la Virgen. Aquella soledad del Rocío es durante las fiestas uno de los lugares más ruidosos del mundo

Pues bien, Huelva tenía una tradición rociera de primer orden y poco a poco se había ido enfriando y perdiendo. Llegaron las cosas a tal extremo que, el año a que me refiero, ni había Junta de Hermandad, ni habia Hermano Mayor que llevara a la Virgen, ni posibilidad de llevarla en forma porque solo faltaban dos días para la salida de las carretas, si es que iba alguna aquel año, y en tan corto tiempo era imposible preparar una peregrinación digna

El Señor. Arcipreste nos llamó al bendito de Antonio Oliveira y a mí, y nos dijo:”Hermanos, no hay quien lleve a la Virgen y es preciso que ustedes hagan la caridad de disponerse a hacerlo, para que no se pierda esta costumbre popular religiosa, y para que no caiga sobre Huelva el borrón que sea la capital de la provincia la única que no se presente este año en el Rocio”.

Antonio y yo nos miramos asombrados ante tal petición. Los dos teníamos entonces la equivocada idea de que el Rocío era una borrachería, y teníamos cien prevenciones contra la fiesta; pero lo pedía quien la pedía y en términos tan concluyentes, que aceptamos el encargo y tra todo el torrente de nuestro deseo, nos dispusimos a cumplir la voluntad del glorioso Arcipreste.

Gilabert, el famoso tuerto Gilabert, que había lucido su traje de capitán de armados en todas las procesiones de Semana Santa, el buenazo de Pedro Gilabert, un bendito de Dios, devotisimo de la Virgen del Rocío, estaba, hacía ya mucho tiempo, enfermo de morir, con una horrible caries de los huesos de la cabeza, y el pobrecito, amarrado al lecho del dolor, no habla podido muñir la romería este año, siendo acaso ésta la principal causa del desastre a que había venido la tradicional Hermandad.

Fuimos a verlo Antonio y yo. Daba lástima el pobre Maestro, con su cabeza como una fruta podrida, con su cara pálida, su bigotazo caído sobre la boca y aquel ojo bueno mirándonos desde el fondo de su enfermedad como si estuviera muy agradecido, porque nosotros habíamos sacado el pecho en honor de su queridísima Madre, la Virgen del Rocío.Era menester ser ciego para no percibir que el bueno de Gilabert estaba herido de muerte. Así lo habían dicho los médicos.

Tendido en la cama y sin incorporarse, porque no podía, nos dijo:

-¡Yo también voy al Rocío!
Yo lo tomé a broma.
Montado a caballo, ¿no?
– No, señó, D. Manuel, en una carreta…
La mujer de Gilabert que estaba presente se echó a llorar.

-¡Ay, D. Manuel de mi alma, a ver si se lo quita usted de la cabeza…!
– Pero hombre de Dios! ¿Cómo va V. ir al Rocío? Usted está enfer mo sin poderse mover… Buen disparate estaría… Yo por mi parte no lo he de consentir…

– Pues no tengo más remedio que ir; me quiero morir allí, en el Rocio… Alli me tengo yo que morí

Era conmovedora esta firmeza del pobre enfermo. ¡Que amor tan sano y tan fuerte para la Santísima Virgen!

– Pues, hijo, haga V. lo que quiera. Y dirigiéndome a Antonio le dije: No teníamos conflictos y nos regalan este nuevo lio… porque este hombre

– ¡Cúmplase la voluntad de Dios! dijo Oliveira

Y ya estamos camino del Rocío. Antonio y yo vamos a caballo. De cuando en cuando, descansamos en un coche que nos acompaña. El Maestro Gilabert va en su carreta convertida en cama, dando trastazos por esas carreteras y caminos. Su mujer va hecha una hermana de la Caridad en el carro.

La carroza de la Virgen, que ha perdido su antiguo bañito de níquel, aparece de Hierro, negra, con toda su desnudez y las piezas, que no están bien ajustadas, arman un repiqueteo alarmante ante el desnivel de una piedra que cogen las ruedas o de un bache de los incontables del camino.

Son las tres de la noche cuando nos encontramos a media distancia entre San Juan del Puerto y Niebla. Hay nubes y viento frío. La oscuridad es completa.

En el silencio se oye de pronto un ruido extraordinario de hierros que chocan y las voces de un hombre. La carroza de la Virgen se ha hecho pedazos instantáneamente y el carrero, que ha quedado entre el montón de hierros, grita y pide socorro.

Antonio y yo acudimos inmediatamente y palpamos más que vimos aquella ruina y tribulación. Sacado el carrero de sus apuros, hacemos esfuerzos para sacar el estandarte de la Virgen de aquel maremágnum. En esto, suena un grito terrible en la carreta del Maestro Gilabert.

– Lo único que nos faltaba, hermano, le digo Antonio, es que Gilabert con el susto se muera. Bendito sea Dios, cuántos apuros y necesidades. ¿No crees tú, le dije a Oliveira, que esto es una prueba bien clara de que la Virgen no quiere ir al Rocío?

Y Antonio dijo: ¡Quién sabe, quizás sea una prueba de que quiere ir, mejor que nunca!

Sacamos el Simpecado de la Virgen. Está roto… ¡Qué pena, Dios mío! En esto veo cerca de mí, forcejeando para ayudar en aquel conflicto, un hombre que parecía en lo oscuro de la noche como una mancha clara.

  • –  ¿Quién es usted?
  • –  ¡Gilabert, D. Manuel! ¡Gilabert que se ha puesto bueno!
  • –  ¿Pero es usted.. Maestro?
  • –  Si, señó, del susto me ha puesto bueno la Virgen.

    Y Gilabert lloraba y reía. Lloraba por la carroza rota, reía por su salud recobrada…

    ¡Oh Virgen del Rocío, qué cosas tan distintas hicistes sentir a nuestros corazones en aquel momento trágico!

– ¿Pero es posible? ¿Está V. bueno?

Y como el viento no dejaba arder las velas, quemamos periódicos y yerbas secas y pudimos ver al gran Gilabert en calzones blancos corriendo a ocultarse en su carreta, y diciendo a voces:

– ¡Estoy bueno! ¡ No me duele nada! ¡Estoy fuerte!

Como un chiquillo, saltó de su carro y lloraba y le lloraban de emoción los dos ojos, el bueno y el tuerto que para esto de llorar no hay ojos malos.

¡Viva la Virgen del Rocio! ¡Viva su Santísimo Hijo! ¡ Viva esa Blanca Paloma! ¡Viva, viva! Nos volvimos locos…

En aquella oscuridad, apartamos como pudimos los pedazos de la carroza, los dejamos en depósito en una casilla de peones camineros, y entonces Gilabert, curado para siempre, pues después de muchos años no volvió jamás a dolerse de su terrible enfermedad, Oliveira llorando de emoción, y yo, entregado y confundido, celebramos en plena carretera, a las tres y media de la noche, Junta de Hermandad y acordamos por unanimidad ir al Rocío con el estandarte roto y sin carroza.

Yo debía entrar con el maltrecho Simpecado en la mano, apoyado en la silla vaquera de mi jaca, en el momento solemne en que allí se reciben a las Hermandades, que deben entrar con todo esplendor. Y así lo hicimos; y Huelva entró aquel año en el Rocio, pobre, sin

carroza y con el estandarte roto, pero llevábamos a Gilabert, que valía más que todas las carrozas del mundo, porque sobre él se habìa posado el espíritu de Dios en un momento de tribulación y angustias para los acompañantes de la Virgen.

Y cuando montado en mi caballo presentaba yo a las autoridades de Almonte, en la puerta de la ermita, aquel estandarte que parecía venir de una batalla, las gentes que ya conocían el suceso lloraban y vitoreaban, y yo leía en mi interior, como un reproche escrito con lágrimas, estas palabras

– Anda, ingrato, para que creas que esto es una borrachería

Y este fue mi primer Rocio.

M. Siurot.